Guardias
No pensábamos morir aquel verano. Si me lo hubieran preguntado cinco años antes, a mis treinta y dos, hubiera dicho que pensaba morir cuarenta y nueve años después. Siempre había tenido la estúpida impresión de que iba a durar hasta los ochenta y uno. Es muy fácil pensar algo así cuando uno tiene treinta o treinta y pocos y ninguna enfermedad grave de la que preocuparse. Si me lo hubieran preguntado el verano anterior quizá hubiera pensado que tenía ciertas probabilidades de morir a los cincuenta, o a los sesenta. Las olas de calor se habían llevado ya por delante a mucha gente, y las olas de frío en invierno, y lo peor era que las previsiones hacían pensar que las cosas iban a ir a peor cada vez que dábamos la vuelta a una estación. Estábamos ya en el décimo año de la crisis, así que aunque ella era ginecóloga y yo me había quedado con parte de la pequeña empresa en la que trabajaba al morir una de mis jefas, la combinación de nuestros sueldos no nos daba para pensar siquiera en ...